Despierto todas las mañanas igual: un ojo se abre antes que el otro y me encandila la luz que entra por mi ventana.
Un día más.
Sin embargo ayer fue distinto, no logré llegar a mi cama y caí rendida al primer árbol que se me cruzo en el camino. Los ruidos de los autos y la gente pasando me perturbaban pero logré dormirme de todas formas.
Despertó, más tarde, mi ojo izquierdo primero y luego el otro.
Desperté pero ahora no estoy en casa, ni en la plaza. Nunca me gustaron mucho los lugares muy iluminados (me hacen sentir muerta) y éste lugar era uno de ellos.
(Muy dentro de mí siento que estoy soñando)
Unos segundos después, baja un poco la luz, es entonces cuando logro distinguir a un hombre que se acerca. Tiene la cara de un personaje de un libro que alguna vez leí y que por supuesto imaginé. Me habla y más allá de que no entiendo ni una palabra de lo que dice, me hace reír el hecho de que tiene la voz de mi gato. Estoy segura aquél el hombre es mi gato.
Me habla en un idioma el cuál desconozco, pero lo entiendo a la perfección ya que gesticula con sus manos (tiene las uñas súper largas y sucias).
Me indica un camino. (¿Hacia dónde?)
Caminamos 11 metros por un túnel estilo pecera (afuera veo cielo) hasta llegar a una puerta, la única.
Cuando la abro, me encuentro en la vereda de mi casa. Todo alrededor está distinto, salvo mi casa, está intacta. Sobre el buzón se encuentra mi gato, que también está distinto, un poco más flaco y sus ojos, verdes y radiantes como solían ser, ahora son tristes, opacos y caídos. Está mordiendo eufórico la madera del buzón.
Me volteo hacia mi guía para contarle de mi gato y su parecido, pero éste ya no está.
El resto de las casas están distintas: la casa de “El reo”, mi vecino, no está, sólo quedan restos de ésta en el piso.
Todo a mí alrededor da vueltas, no me alcanzan los ojos para observar tantos cambios. Me mareo.
Lo que antes era fresca brisa ahora es viento seco que arrastra consigo polvo gris y aromas desagradables. Busco a mi guía, otra vez. Comienzo a desesperarme, no me gusta lo que veo, es mi barrio hecho trizas.
Intento correr, a donde sea, pero las piernas no toman velocidad.
Caminando (entonces) llego a la plaza principal. Ya no quedan árboles de pie.
A lo lejos veo otro ser humano y todo mi cuerpo se llena de esperanza, de alivio...me acerco. Es una anciana, está sentada en un banco de la plaza y está llorando. La miro y la invado con indagaciones, dudas y exclamaciones, pero no me habla, ni siquiera me ve. Intento sacudiéndola pero no hay caso, no para de mirar a un punto fijo, inmóvil, como estatua. La sacudo más y más, estoy usando mi fuerza en exceso, tanto que su piel comienza a separarse de su cuerpo y sus ojos caen al cuelo, con lágrimas incluidas. De pronto aparece mi gato, quien se recuesta sobre las piernas de la anciana y, una vez acomodado, deja de respirar.
Ambos están muertos ahora.
De golpe, como haciendo “paff” desaparecen, y así también los árboles con la plaza entera, las casas... mi barrio. Sólo queda mi casa, me quedo allí, petrificada mirándola, no puedo dejar de mirarla, como cuando sabés que algo va a suceder y lo buscás y lo esperás tanto tanto que, aunque no quieras que pase, sucede. Entonces mi casa también desaparece, se hace polvo que intento retener con mis manos pero no lo logro y se filtra. Se fue.
Y así como mi casa, como todo, yo también desaparezco, yo también me voy.
En el piso sólo queda, ahora, mi reloj, lo único que no se desintegró. Está tirado, marcando las horas aunque ya nadie necesite saberlas. “Tic Tac, Tic Tac” por siempre.
No sé cuanto tiempo pasó pero de golpe despierto otra vez bajo el árbol. Estoy de nuevo en la plaza principal. Los árboles, las nubes, el sol y la gente están allí otra vez.
Aquí, en este preciso momento de paradojas, confusión y esencia onírica, es cuando comienza otra de mis tantas obsesiones: mi obsesión por cambiar el futuro.